Las farolas trabajan por la noche y duermen
por el día. Cierran sus ojos cuando llega el sol y duermen durante horas. Por
la noche, cuando comienza a oscurecer, los ojos de las farolas se encienden
para iluminar las calles.
Así es su vida y a todas ellas les gusta
vivir así: de noche, en calles vacías, con todos los niños y niñas de la ciudad
durmiendo y la Luna en lo más alto del cielo.
A todas les gustaba, menos a una: la farola
Lucerita. Vivía en un parque y la
llamaban la farola dormilona porque se pasaba toda la noche durmiendo. Y por el
día, cuando nadie necesita su luz, está encendida y brillante.
Sus amigas se pasaban el día riéndose de
ella.
-
¡Cómo sigas así, los
niños y niñas que vienen al parque van a pensar que estás estropeada!
- ¿No te das cuenta de
que tienes que estar encendida por la noche y apagada durante el día?
-
La gente necesita tu
luz para ver en la oscuridad Lucerita.
La farola Lucerita sabía que sus amigas
tenían razón, pero no podía evitar cerrar los ojos al anochecer. A ella le
gusta estar despierta de día, cuando los niños corretean por el parque y los
pájaros cantan alegres. Pero a sus amigas no les había contado que a ella lo
que realmente le pasaba era que le daba miedo la Luna.
- Pero es que… la noche
es oscura… el Sol desaparece… y viene la Luna.
- ¡Pero si la Luna es
preciosa!
-
¡No! ¡La Luna es una
ladrona porque roba todas las luces de la ciudad! ¡Por eso brilla tanto! Y…
seguro que si me quedo despierta, también robará mi luz y no podré despertarme
nunca más.
- Lucerita, pero
nosotras estamos despiertas todas las noches y nunca nos ha robado nuestra luz.
Quédate esta noche despierta con nosotras y te darás cuenta de que la Luna no
es ninguna ladrona.
-
Y si crees que te va
a robar la luz, no te preocupes porque cada una de nosotras te daremos un
poquito de la nuestra para que no te quedes apagada para siempre.
Esa misma noche, Lucerita permaneció con sus
dos ojos luminosos abiertos. Era la primera vez que se quedaba despierta y le
sorprendió el sonido de los grillos entre los arbustos, que la Luna brillaba
por sí sola, pero sobre todo de la belleza y la bondad de la Luna.
A la mañana siguiente estaba tan cansada
después de haberse quedado despierta toda la noche, que no le quedó más remedio
que dormir y dormir. Hasta que llegó la oscuridad y sus ojos se abrieron para
iluminar la noche porque ya no le tenía miedo a la Luna. Y así, día tras día,
noche tras noche, nadie volvió a llamar a Lucerita la farola dormilona.
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